Me temo que se viene un artículo personal, de esos en los que hablo de mi experiencia como escritor y dejo de lado al profesor. Uno de esos artículos que a veces creo que me ayudan más a mí que a vosotros. Pero, aun así, espero que pueda serviros mi experiencia para vuestra carrera como escritores.

Desde hace un par de meses, más o menos, he pasado por una racha en la que he escrito poco o nada de mi proyecto de novela. Estos momentos de sequía son horribles para escritores como yo, de los que siempre tenemos algo entre manos y que no conciben pasar una semana de rutina sin darle a teclado. Es cierto que he escrito bastantes artículos del blog y muchos, muchos, documentos para el trabajo, pero nada, ni una sola palabra, de mi futura novela.

Cuando pasan estas cosas uno se empieza a plantear muchas cosas. La primera de ellas, como seguro sabéis todos, es si realmente estoy hecho para ser escritor. El síndrome del impostor espera siempre detrás de la silla, agarrándose al respaldo con sus garras azules y respirando vaho helado sobre nuestra nuca. Y en cuanto soltamos el teclado, salta sobre nosotros.

Una profesora mía me dijo hace muchos años que comparar mis miedos y mis debilidades con imágenes o seres reconocibles podía ayudarme a identificarlos y enfrentarme a ellos. Por eso siempre me imagino al síndrome del impostor como un ser humanoide bastante demoniaco con piel azul y dientes y garras. Como para adoptarlo, vaya.

El síndrome del impostor empezó a hacer que me cuestionara muchas cosas: ¿De verdad soy escritor?, ¿cómo puedo seguir diciéndoles a mis alumnos que deben escribir si yo no lo hago?, ¿me he puesto un reto demasiado grande para mí?, ¿soy peor escritor de lo que pienso?, ¿soy un farsante?, ¿no soy capaz?, etc. 

Estos dos meses he pasado por una etapa de carga de trabajo demasiado elevada. Nada comparado con la carga a la que estoy habituado y eso se ha notado en mi escritura. También he de decir (estoy escribiendo este artículo en febrero) que las navidades se han interpuesto en mi camino. Vale, es cierto, pero el síndrome del impostor no paraba de repetirme que eso solo eran excusas, que si de verdad fuera escritor, habría encontrado el hueco, me habría puesto, habría dormido menos.

Me considero una persona bastante racional, pero a veces todos podemos sucumbir ante estas voces internas que intentan sabotearnos. Porque, es cierto, es mucho más fácil decir que no servimos para algo y quedarnos en el sofá de casa mirando la pared, que tratar de hacerlo y de ponerle remedio.

Y yo estaba a punto de dejarme sabotear. Entonces vinieron ellos a salvarme. Los libros de otros. Los otros escritores.

Por motivos de trabajo pasé una semana en Bruselas trabajando con escritores y traductores de toda Europa durante enero. Fui a trabajar, creedme, sí lo hice, pero también tuve tiempo de alternar con la gente implicada en el proyecto y hablar con ellos. En aquel momento seguía sin ganas de escribir, pero me entraron unas ganas enormes de leer más. Aproveché ese impulso para terminar el libro con el que estaba y en seguida me puse con las recomendaciones que me habían hecho en Bruselas. Recomendaciones para mí, hechas al hilo de conversaciones y, lo más importante, hechas con mucho entusiasmo.

Estas semanas he leído bastante más que en los últimos tres meses. Libros maravillosos y libros no tan maravillosos. Joder, yo quiero hacer eso, me decía. Y seguía leyendo. Echando chispas a un fuego que se había apagado aquellos meses. Y la chispa prendió por fin. El motor que había estado parado, volvía a funcionar con combustible nuevo.

Lo más importante para mí de toda esa lectura es que ha conseguido activar mis ganas de escribir. Ahora sigo con bastante carga de trabajo, pero he conseguido organizarme para sacar un tiempo para la escritura (bendita organización, bendita cabezonería y mente cuadriculada).

No os voy a mentir, no os voy a decir que el que quiere puede o soltaros cualquier chorrada de autoayuda que no va a serviros para nada. Hay veces en las que no se puede. Hay semanas en las que es imposible escribir. Todos tenemos obligaciones y todos pasamos por etapas complicadas. Y está bien. Está bien no escribir como está bien hacerlo. No hay que sentirse mal por esos momentos. Lo importante no es eso, que nadie te venda la moto, lo importante es lo que haces con el tiempo que no escribes. Es decir, en qué conviertes todo eso. La frustración está ahí, muy cerca, siempre detrás del síndrome del impostor. Hay que ser muy consciente de por qué no se escribe y ser realista. Yo no escribía porque no tenía tiempo, pero el síndrome del impostor había convertido eso en una imposición, había conseguido frustrarme.

Y fueron los demás escritores los que vinieron a salvarme. Los otros. Los que lo pasaron mal para escribir, pero salieron adelante también. Porque la escritura es algo muy solitario y a veces basta solo con saber que hay otros como tú como para darte ánimos. No es algo fácil. Parece fácil cuando ves al escritor con su libro bajo el brazo, pero no se ve lo demás. Y yo lo he visto en estos libros porque otros lo han visto en mí y han sabido lo que podría ayudarme.

Benditos los otros, bendita la capacidad de pedir ayuda, de poder coger el síndrome del impostor y alejarlo unos metros, poder respirar.  Supongo que de este artículo puedo rescatar dos consejos como si de unas moralejas se trataran: Leed, siempre leed a los demás, nunca os quedéis mirándoos el ombligo (los ombligos rara vez son bonitos), salid de vuestra zona de confort lectora (sí, eso existe); y pedid ayuda cuando os encontréis atascados o frustrados. Decidlo en voz alta, que eso ayuda. La escritura es una actividad solitaria, pero eso no significa que haya que pasar por ella solos.