En este artículo no voy a daros trucos ni consejos para escribir un buen cuento. No voy a contaros, tampoco, los secretos que se esconden detrás de un buen relato. Primero porque no los conozco (estaría escribiendo y publicándolos si así fuera) y segundo porque estoy seguro de que no existe una fórmula única para escribir un buen cuento y que depende, como todo en la literatura, de las expectativas del escritor y de la situación del lector. Entendiendo ambas cosas también como un contexto cultural y económico concreto.
Pero vamos a lo que vamos, que si no acabo disertando sobre lo que no era mi intención. Alguna vez he hablado aquí del libro Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury. Un libro que debéis leer si de verdad queréis dedicaros a esto de la escritura. Si no lo habéis hecho aún, corred ahora mismo a por el libro y leedlo. Esperaré.
Como ya sabéis, el libro es un compendio de ensayos que Bradbury escribió a lo largo de su carrera en los que reflexiona sobre el oficio de escritor y su experiencia personal con la escritura. En muchos de sus artículos menciona una anécdota que voy a resumiros aquí y que es, en definitiva, de lo que me gustaría hablar hoy.
Bradbury cuenta que él había escrito muchos cuentos, los primeros imitando a sus grandes ídolos, los segundos tratando de alejarse lo más posible de ellos (algo muy común, por otra parte, con muchos de los escritores noveles y algo con lo que me identifico plenamente con el autor. Imitar al padre, matar al padre). Bradbury cuenta lo complicado que fue para él publicar algunos de sus cuentos. Esta es la parte que quizás menos se parece a la experiencia actual de cualquier escritor, ya que no abundan hoy en día las revistas literarias y, mucho menos, las que paguen bien por un cuento (yo he cobrado hace unos meses la misma cantidad que cobraba Bradbury por sus primeros cuentos hace más de cincuenta años, pero esto quizás dé también para otro artículo). El caso es que el escritor no entendía por qué le costaba tanto colocar un cuento hasta que, un día, escribiendo en el jardín, acabo sudando y temblando al escribir un cuento. En ese momento supo que había escrito su verdadero primer relato, supo que dentro de ese cuento se podía encontrar verdad. Lo curioso es que el autor lo supo inmediatamente, antes incluso de ponerse a revisarlo, y también es curioso que si le hubieran preguntado en ese momento dónde se encontraba esa verdad o qué era lo que diferenciaba ese relato de los anteriores, no hubiera podido responder.
Antes de que me sucediera algo parecido a lo que le ocurrió a Bradbury aquella mañana, yo he tenido ciertas epifanías parecidas como lector. Muchas veces, a mí personalmente con cuentos de Cortázar o de Carver la mayoría de las veces, sentía que dentro de determinada historia había algo que no llegaba a percibir, pero que me hacía saber a ciencia cierta que ese cuento era bueno. Un cuento es un puñetazo. Puede que en un principio no sepas lo que te ha golpeado, pero sin duda notas el dolor. Con el tiempo y la experiencia, por supuesto, he desarrollado herramientas para desentrañar los textos que me provocan esa sensación y analizar por qué ese relato conecta conmigo especialmente. Porque al final hablamos de eso, de conexión, de algo subjetivo. Un texto puede estar impecablemente bien escrito y no ser un buen cuento para mí. Puede no decirme nada aunque no sea capaz de ponerle una sola pega estilística. Cuando yo hablo de un buen cuento me refiero a otra cosa.
Y esa cosa es, para nuestra desgracia, mayoritariamente inaprehensible. Es decir, la mayoría de las veces no puede planificarse que eso que llevamos dentro salga en el cuento o en una historia. Por eso es muy importante estar preparado para ello. Por eso es importante conocer las técnicas narrativas y saber emplearlas. De otro modo, cuando llegue ese momento en el que verdaderamente una historia conecte con nosotros mismos, no seremos capaces de explotar la idea y de hacerle sentir ese mismo estremecimiento al lector.
Recuerdo perfectamente cuándo me sucedió por primera vez a mí como escritor. Era alumno de la Escuela de Escritores y tenía que llevar un ejercicio a clase. Recuerdo que el tema era libre y a mí me salió una historia cercana al monólogo interior en la que un adolescente imaginaba que la casa de su familia había sido incendiada por su tía mientras la familia entera iba al pueblo precisamente porque la casa se estaba quemando de verdad. Me moría de la vergüenza al imaginar otras personas leyendo ese texto. ¿Por qué?, Ninguna de mis tías ha quemado la casa familiar y nunca he vivido un incendio. Ni siquiera era un adolescente cuando escribí la historia. ¿Entonces? Aquel texto hablaba de algo oculto, de un secreto, de la incapacidad de conocer a las personas y de conocerse a uno mismo, de la incapacidad de conocer la verdad. Todos los temas que después descubriría que me obsesionan. Llevé el texto a clase finalmente y gustó mucho. Aquel ejercicio nunca llegó a publicarse, ni siquiera lo terminé o lo envié a ningún concurso. Yo sabía que el texto era bueno, bueno para mí al menos, y me sirvió como carburante para seguir escribiendo, para seguir excavando ahí.
No me puse a temblar como Bradbury, pero soy capaz de reconocer ese momento. Escribo este artículo porque el otro día me sucedió. Tenía planificado un relato, pero yendo en el tren se me ocurrió el comienzo de otro. Lo anoté corriendo y casi me salto mi parada por hacerlo. Dejé macerar las dos ideas en mi cabeza un par de semanas (macerar los recuerdos y experiencias es algo que Bradbury también recomienda fervientemente) y, cuando me puse a escribir el texto, esas dos ideas se habían convertido en una sola. Una sola idea que, a mitad del relato, me hizo parar, levantar los dedos del teclado y preguntarme qué había estado escribiendo. Ahí sí me dio un escalofrío y supe, en ese momento, que había escrito de nuevo otro buen cuento.
Quizás nunca vea la luz, quizás nadie lo lea jamás, pero yo lo sé. Es maravilloso saberlo y, sobre todo, no necesitar de ojos ajenos (aunque a todos nos gustan los cumplidos, no voy a negarlo). He escrito un cuento bueno. Puedo escribir cuentos buenos. Ese estremecimiento, como lector y como escritor, es lo que busco, es lo que me motiva a seguir en esto.
Es cierto…luego de haber escrito algo, casi sin pensarlo y sin siquiera darnos cuenta cual fué el disparador, debemos dejarlo reposar. Mas tarde, al leerlo, nos debe parecer escrito por otra persona, ajena a nosotros, permitirnos criticarlo y si es necesario corregirlo. Ahí está el sudor frío,la angustia,el orgasmo…ese cuento extraño ahora para nosotros mismos, que nos duele y nos conmueve, está seguramente bien escrito. Y ya no es nuestro, ha salido al mundo en harapos y quien lo lea, lo vestirá de príncipe,de rey o mendigo.
Gracias por comentar, Williams 🙂
Hola!
Este artículo es de suma importancia. Saber escribir historias/cuentos ayuda muchísimo en la psicología del ser humano para expresarse con claridad.
Saludos
Gracias por el comentario 🙂
Me ha encantado tu reflexión. Coincido contigo plenamente. Nos pasa algo al escribir «algo bueno» o que por lo menos nos remueve por dentro. Voy a buscar tus escritos para seguirte y continuar aprendiendo de este oficio maravilloso. Saludos
Muchas gracias por comentar, Sara. Espero que te gusten también.
Un saludo.