Durante el aprendizaje de la escritura, el aprendiz suele sufrir una serie de cambios en la concepción de su propia obra que podríamos comparar a los estados de la materia: gaseoso, sólido y líquido.

Cuando comenzamos en un taller de creación literaria —lugar en el que se evidencia esta situación, pero no exclusivo para que se dé—, solemos llegar en el estado gaseoso. Esto es, disfrutamos con lo que escribimos, pero no somos conscientes todavía de cómo conseguimos los resultados que obtenemos, debido a que ignoramos cómo manejar los recursos necesarios para construir una historia: muchos de estos recursos los utilizamos sin saber que lo hacemos (de manera intuitiva incluimos recursos que hemos leído: cuanto más hemos leído, más recursos empleamos de manera inconsciente) y muchos otros no los introducimos en nuestros escritos porque desconocemos su existencia. Vivimos en el estado gaseoso de la ignorancia: envueltos en una aureola de disfrute y de desconocimiento.

Cuando yo me encontraba en ese estado, recuerdo que escribía con una libertad inaudita —tan inaudita como solo puede llegar una adolescente a vivir la libertad—: escribía páginas y páginas, y siempre me sentía orgullosa del resultado; al terminar cualquier relato, me henchía de orgullo y sonreía con satisfacción porque todo lo que escribía era meritorio del Nobel.

(Quizá la primera lección que uno aprende en el camino de la escritura es de humildad; una lección, todo hay que reconocerlo, que algunos escritores nunca han llegado a asimilar.)

Pasadas las primeras sesiones del taller —o las primeras críticas constructivas y sinceras—, el aprendiz comienza a hacerse consciente de sus limitaciones. Ve sus errores pero todavía no es capaz de subsanarlos, por lo que la sensación es de inmovilidad, incluso los hay que sienten que involucionan, que en vez de mejorar sus escritos empeoran. Cuando uno lo ve desde fuera —desde la cómoda posición del maestro—, sabe que no es cierta esa «involución» y que, justamente, el alumno que siente esto es el que está a pocos pasos de dar un salto de gigante en su aprendizaje. Porque la evolución viene de la mano de la consciencia de los errores que uno comete: una vez que los ves, no te queda más remedio que buscar la forma de mejorar.

El problema es que, en el momento en el que uno se hace consciente de todos los fallos que comete —o, al menos, de los más importantes—, aparece una rigidez ante el proceso creativo. Se mina el campo de la intransigencia y de la flagelación: «que mal escribes», «siempre cometes los mismos fallos», «no vas a mejorar nunca», «mejor que lo dejes» y un larguísimo etcétera de comentarios tan poco constructivos como, las más de las veces, exagerados e inciertos.

Ayer mismo, una alumna de un curso presencial me decía, con lágrimas en los ojos, que sentía que no avanzaba. Antes de responderla me sorprendí, para mis adentros, porque creo que, de su grupo, es una de las alumnas con más talento y, lo que es más importante, de las que están aprendiendo a marchas forzadas. «Es normal —le dije— que te sientas así, porque ahora ves los fallos que antes no sabías que cometías. Ahora ya solo te queda encontrar las herramientas para corregirlos». Sus ojos, además de un conato de lágrimas, contenían el deseo de que esto fuera verdad, pero la duda, al mismo tiempo, de que alguna vez lo lograra. Me acordé entonces de la época en la que yo pasé del estado gaseoso al sólido.

De aquellos primeros años de disfrute, pasé a una rigidez tan sólida que, durante al menos tres años, no pude escribir una palabra. Cuando me sentaba —porque nunca abandoné del todo la escritura— lo que sucedía era tan doloroso que tardaba mucho tiempo en volver a intentarlo: nada de lo que escribía valía la pena para esa crítica interna que había acampado en mi mente, incluso llegué a pensar en esa época que yo antes (es decir cuando era una niña o una adolescente) escribía mucho mejor y que se había acabado «mi momento» para escribir. Ahora que lo recuerdo, sonrío, ¡cómo no hacerlo!, pero en aquel entonces mi relación con la escritura se convirtió en un tormento.

En este estado, hay muchos alumnos de los talleres que abandonan, algunos porque dejan la escritura y otros porque no han sabido enfrentarse a la rigidez que conlleva enfrentarse a las limitaciones de uno mismo. En nuestra mente, todas las ideas son perfectas, pero a la hora de llevarlas al papel nos encontramos con nuestras torpezas humanas, que convierten esas grandes ideas en relatos mediocres. Aceptar esto no siempre es fácil.

Sin embargo, pasado un tiempo, si el aprendiz ha sido constante y obstinado, ese estado de solidez da paso, muy poquito a poco, al estado líquido. Esto es, esa bendita situación en la que ya hemos interiorizado las herramientas de la escritura—que en el estado sólido creemos muchas e inabarcables, pero que en el líquido comprendemos que no son tantas— y volvemos a disfrutar como antaño del proceso. En verdad, a este estado se llega cuando uno se relaja y permite que los recursos pasen a ser algo importante pero no lo fundamental. El recurso narrativo no es otra cosa que el medio del que nos servimos para expresar una historia que contiene una idea que nos obsesiona y que queremos ofrecer a otros. Por tanto, lo importante nunca será el recurso, sino el fin que pretendemos. Darse cuenta de esto —no desde el intelecto, sino desde un plano emocional— sirve para relacionarse con las herramientas de una manera menos conflictiva.

Y, dime, ¿tú en que estado te encuentras: el gaseoso, el sólido o el líquido?