Durante el mes de septiembre acudí a un curso monográfico de dos sesiones llamado Japón a través de sus textos impartido por Juan F. Rivero, poeta y filólogo. En las lecciones salió a colación un asunto en el que yo me había fijado alguna vez leyendo literatura japonesa o viendo películas o series y sobre el que me gustaría reflexionar superficialmente en este artículo.

La cosa es que las historias típicamente japonesas (aunque esto puede extenderse a las asiáticas en general, sobre todo en China) no están construidas con la estructura típica occidental, sino de otra manera distinta. Juan nos recomendó un apartado del libro Claves y textos de la literatura japonesa escrito por Carlos Rubio en el que el autor ahondaba un poco más en el asunto. Os lo recomiendo si os interesa el tema.

La cosa es que estos dos tipos de contar historias tienen mucho que ver con la evolución social de los propios territorios y con sus lenguas. A lenguas parecidas y contexto social similar, estructura narrativa semejante. El autor se centra principalmente en tres diferencias: El tipo de lenguaje empleado, la claridad del mismo y la manera de entender los finales.

Por supuesto, los dos tipos de historias tienen muchos puntos en común y las herramientas empleadas para construirlas no son tan diferentes, pero es muy significativo el observar esas diferencias para entender por qué hay gente que «entra» o no en historias asiáticas (entrecomillad esto tanto como queráis). También hay que matizar que hablamos de historias concebidas por y para el público oriental. Cuando hablamos de autores o directores más centrados en el exterior (como puede ser Murakami o algunas películas del Estudio Ghibli) la cosa cambia porque la estructura se acerca un poco más a la manera de contar historias en occidente.

Vamos a centrarnos en esas tres diferencias fundamentales que mencionábamos antes. La primera de ellas habla del tipo de lenguaje empleado. En occidente se suele entender como un buen lenguaje literario o narrativo aquel que es sencillo, que es limpio y simple. Esto no quiere decir que sea un lenguaje descuidado o ni siquiera que sea un lenguaje coloquial. Quiere decir que en general huimos de los textos rebuscados y con un tono elevado, ya que nos suenan recargados y esconden lo que queremos decir con la forma de decirlo.

En los textos orientales, por el contrario, hay una tendencia a admirar las narraciones por su belleza estética, primando eso por encima de lo que se dice. Ya sea usando imágenes o palabras. Un lenguaje bello, que suene o sea visualmente atractivo, será (generalmente) más atractivo para el público oriental, que uno que sea sencillo.

Esto lo podéis comprobar fácilmente acercándoos a muchos textos del siglo pasado japoneses. A mí me pasó la primera vez que leí a Yasunari Kawabata con País de nieve. Me pareció que la prosa era muy bella, pero me costaba «ver» lo que estaba sucediendo en la lectura. Lo disfruté, pero me quedó una sensación agridulce.

La segunda diferencia es que en occidente, acorde con ese lenguaje sencillo, también tendemos a usar un lenguaje directo. No explicativo (eso sería demasiado), pero tampoco demasiado ambiguo. Hay que entender aquí que cualquier lenguaje narrativo es, por definición, un poco ambiguo y polisémico ya que la interpretación del mismo dependerá en gran medida del receptor de dicho lenguaje.

Esta segunda diferencia puede causar algo más de controversia, ya que en occidente hay muchos lectores que prefieren la sugerencia por encima de lo explícito, pero a lo que me refiero con esta diferencia es a una exageración de lo ambiguo. Recuerdo que cuando leí El color prohibido o Confesiones de una máscara de Yukio Mishima, me esperaba unos libros en los que la homosexualidad tuviera un peso importante, sin embargo me encontré con dos libros sutiles en los que todo era sugerido y entredicho. Desde los diálogos a los gestos son muy importantes para desentrañar lo que el autor ha querido decir, de manera que exigen del receptor un trabajo mayor que el que puede desempeñar, por ejemplo, un lector occidental. De este modo, además, algunos recursos como el símbolo se potencian mucho y dotan al texto de una inmensa cantidad de interpretaciones diferentes. De hecho, explicitar demasiado en un texto es considerado negativo ya que es una forma de señalar que el lector no posee la inteligencia suficiente como para entender lo que se le está diciendo. Esto llega hasta tal punto que se considera maleducado ser demasiado directo en la vida cotidiana.

Por último, la tercera gran diferencia es la estructura de las acciones y, sobre todo, el final. En occidente estamos más que acostumbrados, sobre todo hoy en día, a que en las historias pasen cosas, haya acciones importantes. Es muy habitual que una novela o una película termine con un gran clímax. Cada vez es más complicado escribir novelas largas porque el lector cotidiano occidental en seguida se aburre.

Sin embargo, en muchas historias orientales puede verse que lo importante no es lo que pasa, sino cómo pasa. Hay historias en las que no llega a pasar nada (o esa impresión nos produce) porque todo se mueve entre sutilezas. No hay clímax final porque no es lo importante de la historia. Hilando con lo anterior, lo que importa es cómo se cuenta, no tanto el qué se cuenta. Esto, por ejemplo, me pasó a mí cuando vi por primera vez Mi vecino Totoro de Hayao Miyazaki. La película me pareció visualmente encantadora, con algunos momentos memorables, pero, cuando ya me encontraba dentro de la película y estaba esperando a que toda la situación se desbordara o que sucediera algo que fuera un clímax, la película acabó. Recuerdo que pensé que el DVD estaba roto y que me faltaba la mitad de la película, pero no era así. Simplemente el director nos había mostrado todo lo que quería mostrarnos.

Soy consciente de que un artículo de mil palabras no es suficiente para llegar a captar siquiera la idiosincrasia de las narraciones orientales, pero estas tres diferencias que yo había observado por experiencia y que nunca me había parado a considerar, me parecen representativas de una forma distinta de narrar historias y, sobre todo, de usar el lenguaje narrativo. Lo cual solo demuestra, una vez más, cómo es de importante el uso que le damos al lenguaje para conformar nuestra identidad y nuestra realidad. Y, sobre todo, la riqueza y subjetividad que podemos encontrar en variar nuestro punto de vista y explorar diferentes formas de acercarnos a los textos o a los lenguajes narrativos.