Hoy voy a hablaros de una anécdota. Algo que me pasó hace poco volviendo a casa del trabajo. Sé que en un principio va a parecer que tiene poco que ver con la escritura y con vosotros, pero os pido unos párrafos de paciencia antes de que enfoque esa anécdota hacia algo de lo que, espero, podáis sacar provecho.
Esta historia, no asà su reflexión, la conté hace poco por twitter, pero voy a repetirla aquà para poner en situación a los lectores antes de continuar con el artÃculo. Si eres seguidor de mi cuenta de twitter, siento la repetición.
La historia comienza por la mañana, justo antes de salir al trabajo. Por una de esas alineaciones planetarias, me sobraban diez minutos y me senté en el sofá a leer y aprovechar ese tiempo. Me encontraba leyendo Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury, libro que, ya que estamos, recomiendo a todos aquellos que quieran empezar su carrera como escritores porque el autor da muchos consejos hablando de su experiencia que son impagables. El caso es que, al terminar la lectura, coloqué el marcapáginas y me lo quedé mirando. Se trataba de un marcapáginas que representaba una llave con alas sobre un fondo rosa. Al girar el marcapáginas las alas de la llave se movÃan, simulando su vuelo. Era una de las llaves de una de las pruebas finales de Harry Potter y la piedra filosofal, de antes de que se estrenaran las pelÃculas incluso. Recordé, mientras me dirigÃa ya al trabajo, que mi madre me habÃa regalado ese marcapáginas en una librerÃa de Soria un verano hacÃa muchos años. No recuerdo si fue algo que yo le pedÃ, pero me suena más a que fue un consuelo porque en la librerÃa no encontramos el libro que yo buscaba.
Ese verano, eso sà lo recuerdo bien, fue el primer momento en el que yo empecé a tomarme más en serio la escritura. TenÃa un cuaderno donde habÃa empezado una novela (tendrÃa que revisar la casa de mis padres para buscarlo) y estaba dispuesto a comenzar un diario personal. De hecho, aquel marcapáginas fue directo a ese diario. Durante muchos meses, diario y marcapáginas permanecieron olvidados dentro de un armario. Me daba demasiada vergüenza escribir el diario por si alguien lo encontraba. A veces escribÃa cosas, pero me parecÃan tan personales que solo imaginarme a mis padres o a mis hermanos leyéndolas me ponÃa histérico. Acaba arrancando las páginas y enviándoselas por correo a mi mejor amigo o tirándolas (en la calle, eso sÃ, que nadie las leyera en casa).
Cuando asumà que yo no era carne de diario, el marcapáginas pasó a ir siempre conmigo, acompañando al libro que estuviera leyendo en ese momento. De eso hace ya, fácilmente, quince años. Desde entonces, reflexionaba en el autobús, no me habÃa separado de él.
Hice aquella reflexión y acaricié con cariño el marcapáginas. Lo guardé de nuevo al llegar a mi parada y, a la vuelta, volvà a leer el libro. Por acabar el capÃtulo, me bajé del bus leyendo. No fue hasta que no estuve en casa y fui a guardar el libro en su lugar, que no me di cuenta de que el marcapáginas habÃa desaparecido. Probablemente se me cayó al levantarme del bus si, como suelo hacer, me lo habÃa dejado en las rodillas, o se cayó del libro al caminar si lo habÃa puesto al final del libro mientras leÃa. Lo busqué en la mochila, en el libro, en la chaqueta (incluso salà a la calle), pero nada. HabÃa perdido mi marcapáginas unas horas después de descubrir lo importante que habÃa sido para mÃ.
Con esto no quiero advertiros que tengáis cuidado con las cosas que más valoráis. O que solo valoras algo cuando lo pierdes (por fortuna yo habÃa valorado aquella misma mañana el marcapáginas). No. Lo que puede interesaros, quizás, espero que sÃ, es la reflexión a la que llegué yo cuando por fin di por perdido el objeto.
Para mà ese marcapáginas no solo era un trozo de cartón con una cinta verde, ese marcapáginas era un recordatorio de lo que habÃa sido, de lo que fui en un momento como escritor y me ayudaba a ver la diferencia, ver cuánto he alcanzado a lo largo de los años.
Todas esas lecturas, algunas de las cuales probablemente ni recuerdo, forman parte de mi bagaje lector, al igual que mis recuerdos y vivencias son mi bagaje experiencial. Las dos cosas juntas son la base de mi escritura, de mis obsesiones como creador (qué palabra tan bonita, casi parezco alguien importante).
Recuerdo al preadolescente que usaba el marcapáginas para guardarlo en su diario y recuerdo la vergüenza que sentÃa al exponer sus sentimientos y veo que el escritor que soy hoy en dÃa ya no es asÃ. Creo personajes en los que me siento muy vulnerable, hablo de cosas que me tocan muy profundo, permito que la gente se asome ahà y, aunque siempre me genera algo de vergüenza, he aprendido que los riesgos de ese estilo al final siempre acaban funcionando porque son sinceros. Todo eso que ahora pongo en mis escritos es sincero a más no poder y es algo que el lector nota.
Quizás el marcapáginas, eso quiero pensar, me abandonó para acompañar silenciosamente a otro chaval tÃmido que no se atreva a expresar lo que siente. Ojalá lo encontrara algún futuro escritor o futura escritora y sus padres no pensaran que ese marcapáginas ajado era basura. Ojalá ahora esté acompañando, sin hacer ruido, pero sin descanso, la evolución de algún adolescente, las lecturas hasta las mil de la noche, el misterio de descubrir un nuevo libro, el ansia por querer escribir algo asÃ.
No voy a negar que me sentà un poco desnudo después de perderlo, como cuando Dumbo pierde la pluma que supuestamente la hacÃa volar o cuando mi padre me quitó los ruedines de la bici o me soltó en la piscina. Pero, al igual que en esos casos, yo ya sabÃa nadar y andar en bici y no era consciente de ello. SabÃa nadar, sabÃa montar en bici y ahora sé también volar.