Me considero una persona bastante reflexiva. Reflexiva por no llamarme a mí mismo pesado obsesivo, vaya. Suelo pensar bastante y darle vueltas a mi proceso creativo. No lo hago porque lo considere algo «obligatorio» en un escritor, sino porque me gusta y creo que me ayuda a profundizar en lo que escribo. Suelo hacerlo reflexionando sobre libros de técnicas narrativas o ensayos de otros escritores que haya leído. Sí, sé que muchas veces digo que no debe compararse un escritor con otro porque cada uno tiene un proceso creativo distinto y la escritura es algo subjetivo y bla bla bla, pero ya se sabe que en casa del herrero…

Total, que en una de esas reflexiones en las que podéis imaginarme con el codo en la rodilla y el puño en la barbilla mirando fijamente el infinito y gafas de pasta, me dio por pensar en la diferencia entre los relatos que escribía yo cuando empecé a tomarme en serio la escritura (es decir, cuando entré en un taller en Escuela de Escritores) y los que estoy escribiendo ahora, cuatro novelas después. Esta reflexión ya la he realizado muchas veces con mis novelas, pero nunca me había parado a pensar en mis relatos. Puede que porque me considero más novelista que relatista y porque no tengo una rutina tan clara y establecida cuando escribo relatos como la que tengo cuando me pongo con una novela.

El caso es que ahora, mientras espero a la devolución de mi siguiente novela por parte de los lectores cero, me ha dado por recopilar mis mejores relatos cortos y escribir un par de ellos más. No solo por no perder el ritmo de escritura, sino porque de pronto he sentido como una llamada del género corto. Todo bien, siempre suelo acudir a esas llamadas porque me gustan los relatos y siempre me ha hecho sentir algo acomplejado no ser mejor relatista. Siempre he pensado que un relato es más parecido a un poema que a una novela, porque en muy pocas palabras debe condensar una fuerza que la novela puede ganar por acumulación, por evolución. El relato es lo que es y puede funcionar o no funcionar, pero el desarrollo del mismo no tiene tanto poder en el lector como lo puede tener una novela. Las historias y los personajes se encuentran condensados con una potencia que a mí me parece sublime. Y muy complicada de lograr. En un relato también se notan más los errores y algo pequeño puede hacer que se caiga un cuento. Por eso, quizás, me gusta tanto revisarme como relatista y ver mis cambios.

 En esa revisión me he dado cuenta de que mis relatos son bastante mejores ahora que los que escribí antes de ponerme con las novelas. Y he empezado a pensar. Al final he llegado a la conclusión de que mi proceso creativo con los relatos ha ido cambiando mucho a lo largo del tiempo. Antes solía abordar los relatos de la misma manera que abordo las novelas: con cada vez más planificación y con una visión global de la obra desde el comienzo. No es que de esa manera escribiera relatos malos (refuerzo positivo siempre, Alejandro), pero los he notado algo rígidos, correctos, pero sin vida.

A partir de la escritura de mi primera novela, mi visión de los relatos cortos cambió. Empecé a escribirlos como un entretenimiento entre novelas, como un juego. Total libertad creativa, nada de pensamiento y planificación y mucha liberación. El resultado es que los relatos que superaron la criba o que llegaron a finalizarse (no planificar es lo que tiene), tienen una calidad, a mi modo de ver, mayor. Están más cerca de mí como escritor, los noto más míos.

Y es una sensación maravillosa.

¿Quiero decir con eso que todas las técnicas narrativas, las propuestas de escritura, las pruebas de voces, estructuras, la planificación, etc. no sirven para nada? Al revés. Estos últimos relatos tienen su estructura, tienen su cambio, su evolución de personaje, su trama, etc. Todo, todito. Pero eso ha salido de manera inconsciente, disfrutando, precisamente porque ya lo había interiorizado escribiendo los relatos anteriores. Todos esos relatos, a los que voy a llamar «de aprendizaje», aunque algunos de ellos pueden salvar muy bien los muebles, son un paso necesario, según pienso, en el aprendizaje de cualquier escritor. Al menos en mi propio aprendizaje. Y digo que al menos en el mío porque es cierto que muchos otros escritores siguen usando el método de la planificación en los relatos y les funciona a la perfección. Yo soy más parecido a Bradbury, que creía en el destello creativo para escribir los cuentos, en la idea y después en la revisión.

Es cierto, y con esto vengo a reforzar de nuevo la idea de que es algo que me ha funcionado a mí y puede que no le funcione a todo el mundo, que estos relatos me suponen más revisión que los anteriores y que después de acabarlos es necesario ajustar algunas partes para que el texto quede redondo y cerrado, pero no me importa.

Es más, me gusta la sensación de haber ido evolucionando y haberme dado cuenta de que mi proceso creativo no es igual cuando soy relatista que cuando soy novelista. La planificación que me sirve para las novelas me ahoga como escritor en el relato. Darme cuenta de ello me ha ayudado a desenvolverme mejor en el relato, a superar algunos de mis complejos como escritor (seguimos trabajando en ellos) y a seguir aprendiendo.

Ya os hablé aquí de los relatos de taller y con este artículo no hago más que confirmar lo que ya dije, solo que esta vez de una forma un poco más personal. Aprende todo lo que puedas, practica, no pienses mientras escribes, interioriza, repite una y otra vez, imita a aquellos que admiras, vuelve a repetir, pero después olvídalo todo, todo menos la creatividad y la imaginación. Explota esa chispa creativa hasta convertirla en una hoguera, avívala. Haz como yo, pero hazlo de manera que te sirva a ti.