Por Aitor Díaz
Las cartas que guardamos en el cajón están vivas, son como los conejitos blancos del cuento, ansiosos por salir al mundo exterior. Cuando ese conejito nos susurra palabras al oído creemos atravesar el umbral a otro mundo, como Alicia, y de repente nos trasladamos al momento en el que nos dieron el sobre con nuestro nombre, las primeras palabras que leímos: «Estimado o estimada», en caso de que el conejito aún no tenga confianza suficiente; «querida amiga», si ya ha crecido un poco; «amor, cielo, gordi», para cuando ha trasteado en los rincones de nuestro dormitorio. Quizá tengamos un momento de incredulidad ese preciso instante. Diremos: «No, es imposible, los conejos no hablan, las cartas no pueden convertirse en conejitos blancos», pero también es cierto que, a partir de ahora, pensarás en conejitos cada vez que leas una carta como esta.
Si es el caso, atesora ese conejito. Permite que te revele los secretos que, quizá, no fue capaz de susurrarte cuando lo sacaste del sobre. Quizá era tímido. Puede que no te dijera todo lo que tenía en mente la primera vez que te vio, pero si lo dejas crecer y lo alimentas con esos delicados tréboles que solo crecen a medianoche, es posible que un día te confiese los dobles sentidos que le dieron la vida. Y es que los conejitos son muy traviesos. Corretean por encima del escritorio, escapan de noche cuando nadie los ve y aprovechan el sonambulismo para despeinarte. Si atrapas a uno de ellos en pleno jolgorio te contará mucho más de lo que deben, puede que incluso se den cuenta de que, en realidad, no son más que una metáfora, y entonces tendremos un lío muy serio, porque no sabremos dónde acaba la imagen y empiezan las palabras.
El caso es que continuamos hablando de cartas y conejitos, y de todo aquello que pueden revelarnos. Algunos dirán: «hola, ¿cómo estás?», otros: «Me gustas, te quiero, espero que me perdones…», y cruzaremos los dedos para que los conejitos sigan con su vida paralela al fondo del armario. Se transformarán con el paso del tiempo; pasarán por la pubertad y la adolescencia, cada vez serán más revoltosos, no querremos saber nada de ellos, y luego, ya en la madurez, nos daremos cuenta de que aún tienen muchas cosas que decirnos.
Pero, pensándolo bien, ni siquiera sé si te gustan los conejitos. Quizá la metáfora te parezca absurda o demasiado surrealista, y, sin duda, llevarás razón. Tendría que haberte dicho, por ejemplo, que las cartas son sinfonías de colores, iguales a las que compone un estudiante al subrayar sus apuntes. Aunque no se vean, cada frase encierra un color distinto: gris claro en transiciones, verde para dobles sentidos, amarillo cuando es necesario un toque de humor, y naranja que enrojece al hablar de sentimientos. Imagina cada una de estas líneas con esa escala cromática, piensa en todos aquellos colores que te vienen a la mente al leer la última carta que recibiste y márcalos con un rotulador de tonos chillones. No te cortes, las palabras están para eso: hay que mancharlas, dejar que se ensucien con el paso del tiempo, y puede que un día, al releer los últimos párrafos de la carta que te envío tu mejor amigo, descubras que había muchas más frases coloradas de las que tenías en mente.
De un modo u otro, sean lo que sean, las cartas son fundamentales en la literatura. Quizá parezca una banalidad, pero hay temporadas en que un escritor no escribe, ni siquiera se considera escritor, y hasta que no se reencuentra con las palabras no es capaz de serlo. Por ese motivo es importantísimo que, de vez en cuando, nos dejemos llevar y escribamos a otros. Al leer estas palabras permites que se produzca una distorsión en el continuo tiempo que nos conecta durante unos minutos. Ahí está la magia de las cartas. El truco del prestidigitador que no debe explicarse, el misterio del conejito en la chistera. Permiten que conectemos de forma íntima, sin prisas, con una delicadeza propia de otras épocas. Por eso deberíamos escribirnos más. Entre amigos, entre hermanos, entre madres, padres e hijos, y tener la capacidad de volcar al papel todo aquello que nos pase por la cabeza.
Así que escribe a alguien de vez en cuando, aunque solo sea un par de frases. Guarda las cartas que alguna vez hayas recibido en una caja de zapatos debajo de la cama, utilízalas para calzar una mesa, o déjalas en cualquier parte del armario, allá, donde no se ven. Porque tal vez un día quieras releerlas y puede que para entonces ya no sean lo que recordabas, los conejitos hayan cambiado de color, y en lugar de blancos sean verde lima o rojo lunar.
Hasta entonces, piensa en alguien cercano que te inspire para llenar dos folios de ideas y emociones. Y cuando acabes, recuerda escribir el nombre de esa persona bien grande, con letra bonita, y bien subrayado en colores fosforescentes.